
[Opinión] Prevenir la violencia comunitaria es responsabilidad colectiva
El asesinato de la adolescente Gabriela Nicole Pratts, en Aibonito, nos ha obligado nuevamente a reflexionar sobre las múltiples dimensiones de la violencia. Inevitablemente, pienso en mi hija y en las inquietudes que este hecho despiertan en mí como madre. Pensar en ella me llevó a mirar más allá de mi hogar, poniendo en perspectiva la violencia comunitaria que enfrentan tantos niños y adolescentes en Puerto Rico.
La violencia comunitaria que estamos experimentando no ocurre en el vacío. Surge de contextos sociales marcados por la ausencia de destrezas socioemocionales, la falta de oportunidades y la ausencia de estructuras de apoyo que protejan a nuestros niños, niñas y jóvenes. Esta reflexión personal se confirma en la literatura científica, que describe la violencia comunitaria como un “tóxico social”.
Según la Junta de Prácticas Basadas en Evidencia de Puerto Rico (2012), este fenómeno incluye manifestaciones como la criminalidad, la dependencia a sustancias, la agresividad interpersonal, la delincuencia, los problemas conductuales y de salud mental, la violencia escolar y doméstica, la exposición a escenarios violentos, la desigualdad económica y la deserción escolar. En consecuencia, la violencia comunitaria erosiona la convivencia, deteriora la salud emocional y limita las posibilidades de desarrollo de quienes la experimentan.
Frente a este panorama, necesitamos respuestas que trasciendan el castigo y promuevan la convivencia. Entre esas estrategias, la resolución pacífica de conflictos juega un papel fundamental. La mediación y otros enfoques restaurativos han demostrado ser efectivos para atender disputas entre menores, evitando que las diferencias desemboquen en violencia.
Sin embargo, no basta con que los jóvenes adquieran estas destrezas: es igualmente necesario que los adultos —padres, maestros y líderes comunitarios, así como profesionales de la conducta— reciban adiestramientos en resolución y manejo de conflictos interpersonales, de modo que puedan modelar conductas positivas y sostener ambientes de convivencia saludable.
De manera complementaria, urge que Puerto Rico fortalezca y amplíe los modelos de Desarrollo Positivo de la Juventud que ya se han puesto en vigor, de modo que más comunidades se beneficien de un enfoque que reconoce a la juventud como un activo comunitario, fomentando competencias sociales, emocionales y cognitivas para su desarrollo integral. En esa misma dirección, resulta alentador destacar que actualmente se desarrollan iniciativas basadas en la evidencia que han demostrado efectividad en la reducción de conductas violentas y en la promoción de relaciones familiares y comunitarias más saludables.
El desafío no radica en la ausencia de estrategias o propuestas, sino en la inconsistencia de su implementación. Muchas intervenciones exitosas carecen de continuidad porque dependen de los cambios que ocurren en el gobierno o de fondos limitados y temporales. Esa discontinuidad debilita los avances y sostiene el ciclo de la violencia. Por ello, es indispensable que desde el estado y el sector privado se asuman compromisos para apoyar de manera sostenida aquellas iniciativas que la ciencia ha demostrado son efectivas.
Prevenir la violencia comunitaria no es tarea exclusiva de una agencia o del gobierno; requiere la corresponsabilidad de las familias, las comunidades, las escuelas, las organizaciones sin fines de lucro y el sector privado. Esa co-rresponsabilidad cobran mayor urgencia hoy, cuando la memoria de esta joven nos convoca a la acción colectiva. Se requiere acción coordinada para no normalizar la violencia y sostener esfuerzos que devuelvan esperanza a nuestros jóvenes.
Publicado originalmente en El Nuevo Día.
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