
[Opinión] El espejo roto de nuestra sociedad
La noticia del asesinato de una joven de 16 años, presuntamente por otros menores, no es solo un titular. Es un espejo roto que refleja el deterioro de nuestra capacidad como sociedad para enseñar a vivir, a valorar la vida y a sentir empatía.
Perder de perspectiva el valor de la vida no ocurre de un día para otro. Es un proceso que se gesta cuando un adolescente crece sin experimentar vínculos seguros, sin recibir apoyo emocional y sin aprender que la vida tiene un valor intrínseco.
La exposición temprana a la violencia, la normalización del daño y la ausencia de modelos positivos erosionan progresivamente la capacidad de empatía. Investigaciones demuestran que cuando no se nutren las etapas más tempranas de la conciencia ética, la capacidad para reconocer los derechos y el dolor ajeno queda debilitada.
La neurociencia advierte que el estrés crónico y la violencia vivida en la infancia alteran el desarrollo de la corteza prefrontal y la amígdala, áreas responsables del autocontrol y la toma de decisiones. Así, la vida de otro deja de percibirse como algo sagrado y se convierte, peligrosamente, en un obstáculo o un objeto de descarga emocional.
No se trata únicamente de “violencia” en sentido abstracto. La violencia se manifiesta en todos sus tipos. Padres, cuidadores, niños y adolescentes que no han aprendido a regular la ira, crecen en un terreno fértil para la respuesta automática de la violencia. Aquí empieza el ciclo.
El hogar es el primer campo de aprendizaje. Las investigaciones son claras. Más de la mitad de los jóvenes infractores provienen de entornos marcados por la violencia. En esos hogares, el vínculo afectivo se erosiona y la agresión se normaliza. Gritos, llantos, pobres reglas y la falta de controles alimentan la violencia. La familia se convierte en escenario de miedo, agresión y silencio.
Las emociones descontroladas se traducen en una bomba de tiempo. La incapacidad para manejar la frustración o el coraje es una chispa que puede encender tragedias. Según la teoría del aprendizaje social de Bandura, la agresión se aprende por observación e imitación, especialmente cuando se percibe como una estrategia válida para resolver conflictos.
Para hacer frente a esta realidad, sabemos lo que funciona. Primero, intervenciones fundamentadas en el desarrollo socioemocional, en el acompañamiento y en factores protectores son clave para prevenir la violencia. Igualmente, intervenciones dirigidas a la crianza que ya se implementan localmente y que han demostrado mejorar las prácticas parentales, reducir conductas agresivas y fortalecer la relación padre-hijo.
En las escuelas, los enfoques informados en trauma y los programas dirigidos a fortalecer la resiliencia, la autorregulación y las habilidades socioemocionales en niños y adolescentes mejoran el clima escolar, reducen las suspensiones y fomentan la autorregulación. A nivel terapéutico, intervenciones familiares con adolescentes en riesgo han mostrado reducciones significativas en la reincidencia y en los conflictos familiares, mejorando la comunicación y la cohesión familiar.
Es esencial adoptar estrategias integrales que incluyan la creación de entornos protectores, el desarrollo de habilidades socioemocionales, el vínculo con adultos solidarios, el apoyo terapéutico post-violencia y el fortalecimiento económico y educativo. No es momento de esperar: en nuestro país ya contamos con programas y conocimientos efectivos. Es tiempo de fortalecer y dar continuidad a lo que ya existe para proteger a nuestra niñez y juventud.
Invertir en crianza emocional, enseñanza de valores y programas socioemocionales, con un sistema coordinado de continuidad no es un lujo: es una estrategia de supervivencia colectiva. Si seguimos aceptando la violencia como parte del paisaje, el próximo titular no será una sorpresa, sino una repetición dolorosa de una sociedad que ya dejamos crecer en silencio.
Publicado originalmente en El Nuevo Día.
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